miércoles, 10 de abril de 2013

Un golpe de suerte


Fueron cuatrocientos golpes, como en la película, aquella que descubrió en el viejo cine del barrio. Truffaut supo entenderla, por eso experimentó desde aquel día cada golpe, y se convirtió en una niña sin soledad. Cuando se sentaba en su banco del parque, la gente la miraba con tristeza, desamparo, incluso llenaban sus tardes con dulces y pasteles caros. Pero ella no comprendía como aquellas personas podían mirarla con compasión ¿Acaso no se dan cuenta de las vidas que ellos mismos viven? Pensaba extrañada mientras saboreaba un rico pastel de arroz que la señora de los zapatos viejos le ofrecía las tardes que se acercaba a admirar el mundo desde su banco del parque.
Cuando regresaba a casa, tardaba un buen rato en encontrar a su madre, y como cada día la descubría arrodillada limpiando algún objeto al que nunca le dio tiempo a ensuciarse.
Ella la miraba sin saber como había llegado hasta allí, a este mundo, el que ella odiaba y suspiraba mientras seguía limpiando, y ella recibía el primer golpe cuando su madre, si quiera la reconocía ni la envolvía en sus brazos, otro golpe tras otro, mientras recordaba a Antoine Doinel y sus cuatrocientos intentos. Ella se miraba en el espejo anclado en lo alto de la pared de su habitación, cogía los pesados libros de antropología de su padre al que nunca llegó a conocer y los amontonaba uno encima de otro hasta formar una pequeña escalera que le llevará al reflejo del espejo que andaba buscando. ¿Cómo es posible ser tan mayor teniendo tan pocos años? Pasó el tiempo y ella se hizo mayor, su madre había muerto aquella mañana de enero, arrodillada frente al mueble apolillado del salón, cuando se acercó a observar su rostro se encontró con una hermosa sonrisa, y ella sintió alivió, un golpe menos, por fin su madre había decidido descansar. Tiempo después, y habiéndose quitado casi los cuatrocientos golpes, viajó por un mundo distinto al conocido, experimentó la idea de vivir como siempre había soñado, lejos de cada golpe cerca de lo que amaba y descubría.
Regresó a su banco del parque pero esta vez no estaba vació, allí se encontró con una anciana temblorosa y cabizbaja. Se acercó a ella en silencio y pudo reconocer los viejos zapatos. Se sentó a su lado, y la observó un instante. Hoy es un buen día para acompañar esta tarde soleada con un rico pastel de arroz ¿Querría compartirlo conmigo? La anciana de los zapatos viejos alzó su rostro y le regaló una sonrisa.

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