miércoles, 29 de julio de 2009

La pequeña historia de una caracola que escuchaba sin mirar



Lo ha conseguido, ha llegado a la isla, dice que esta no está desierta, que los pequeños seres que componen la pequeña isleta está repleta de miedos y de los que no se atrevieron a salir. Es mediodía, el sol está rabioso y quema su piel, la arena se enreda entre los dedos de sus pies, todo está saliendo bien. Las miles de caracolas que habitan cerca de la orilla bailan al son del movimiento de las olas, apenas se mueven, solo silban, un dulce murmullo de los códigos indescifrables del mar.
Piensa como será aquel lugar desconocido del momento dentro de un mes, cuando todo se vuelva conocido, cuando los caminos tengan su propia dirección y los cambios climáticos se acostumbren a sus dolores de cabeza. Coge una caracola entre sus manos, la admira, esta brillante envuelta en una gasa de salitre que ilumina su caparazón. La acaricia el cuerpo, suave, sin maltrato, acerca a su oído la pequeña melodía que acaricia su silencio, ella piensa ¿Como sería escuchar siempre lo que quieres oír? Y los sueños se cumplen, a veces, sin truco sin magia solo con el arte natural de la realidad, de la ocurrencia, del saber estar.
Cuando pasó el huracán cerca del lugar arrastró a las miles de caracolas a un abismo irremediable de supervivencia, muchas no sobrevivieron, se descascarillaron, y se convirtieron en polvo de estrellas. Ella lloraba, había aprendido a escuchar lo que quería oír pero sus ojos no se habían acostumbrado a ver lo que no deseaba mirar.