martes, 17 de noviembre de 2009

Una invitación esperada


Tiene una pistola, dice que no es violenta, pero que la tiene por que apareció dentro de su camisa, no es demasiado grande pero lo suficientemente delicada como para no hacerla enfadar, piensa, entonces sonríe mientras tiene la cara empapada de miedo, y juega con ella, a ratos, luego la deja en el otro lado de la habitación, y ni si quiera la mira. Se acerca a la ventana, abajo entre los matorrales se esconde el viejo perro abandonado, se ha echo un hueco en el barrio y una cama de ramas donde se para a descansar de vez en cuando. Un día me lo subo a casa, piensa, creo que le entiendo, lo que pasa es que nadie se ha parado a preguntarle como se siente y el simplemente sigue dando vueltas hasta llegar al mismo rincón de siempre.
Tengo que invitarle a comer, dice, pero hoy tengo las manos ocupadas, tendrá que ser mañana. Coge de nuevo la pistola, está fría, casi helada, por un instante ha pensado que la frialdad ha sobrepasado su piel, la ha dejado caer, está asustada, parece que nada ha cambiado, las balas siguen dentro, escondidas, no sabe cual es su intención, eso le asusta y le hace pensar. Se oye un ladrido, fuerte y algo grotesco para el momento en el que se encuentra, tirada en el suelo, observando la pistola. Quizás haya escuchado mi petición y tenga demasiada hambre como para esperar todo un día. Se asoma de nuevo a la ventana, por un momento ha olvidado la pistola, tirada todavía debajo de la mesa del comedor. Allí está, mirando para todos los lados, no sabe en que piso vivo pero sabe que esta tarde seguro le cae algo para comer.
Por las tardes, muy a menudo pasa la chica del gorro, no se cual es su color, piensa,vivo en un piso demasiado alto, pero creo que es verde azulado tirando a rojo. Cuando creo que sonríe, yo se lo pinto de naranja y en los días tristes, de verde botella, aún si creo que varío de color cuando es mi estado el que cambia, pero no me importa, dice, por que siempre espero verla pasar, no se si a la misma hora, pero tampoco me importa, al fin y al cabo vivo cerca de la ventana, para que no se me olvide vivir. La pistola sigue tirada en el suelo, hoy no quiere cogerla, demasiadas decisiones para un día en el que no apetece elegir, y que tenemos que seguir al corazón que poco le agradecemos a veces cuando es el que nos da la posibilidad de seguir, vivir depende de uno, piensa.
Hoy es mañana, y tengo un invitado para comer, pero ya no ladra, quizás haya perdido la esperanza o esté recitando hermosos aullidos en otro balcón más solidario que el mío. Le ha echo una cesta de mimbre, para que sueñe, seguro que hace tiempo no lo hace, el hambre te roba los sueños por que pocas veces te deja dormir.
Empieza a preocuparse, se asoma a a la ventana, pero desde la esquina, tiene miedo de que su presentimiento se haga realidad, mira para todos los lados, ni rastro del perro viejo del barrio. Se pone los zapatos y la chaqueta de invierno, abre la puerta y allí se encuentra con el, está sentado, cómodo y con alguna pulga que no le deja en paz. Ella sonríe, es un invitado puntual de los que esperan a que les abras la puerta y les invites a entrar. Ya no se acuerda de la pistola, ni si quiera se encuentra debajo de la mesa del comedor, supongo que solo se trata de elegir, piensa, y cuando lo haces las cosas desaparecen y solo hay cabida para lo bueno, para lo elegido.
Comen en silencio, durante un rato, luego se miran y duermen, el calor provoca los sueños tan esperados, tras la ventana, la chica del gorro, esta tarde se pinta de rojo, debe de estar enamorada, sueña, como yo de ella, sonríe, el viejo perro del barrio aúlla, esta noche hay luna llena, y los sueños se hacen realidad.